La falacia del minimalismo: por qué “menos” no siempre es más

Durante años nos vendieron la idea de que el minimalismo es la cima del “buen diseño” y del “buen gusto”. En las escuelas, en las agencias, en los manuales de marca… el “menos es más” se volvió casi un mandamiento. Repetido sin cuestionar, decorado con tipografías geométricas y fondos blancos, terminó convirtiéndose en una verdad absoluta.

Pero ¿y si ese mantra es un espejismo? ¿Y si el minimalismo no es más que una preferencia estética —bastante eurocéntrica, por cierto— disfrazada de regla universal?

En 2019, durante una conferencia de Stefan Sagmeister en la Universidad de Wisconsin–Whitewater, escuché una explicación que rompió ese mito. Sagmeister habló sobre cómo Adolf Loos, con su edificio sobrio en Viena y su famoso texto Ornamento y delito, sembró las bases del minimalismo como reacción al exceso ornamental del siglo XIX. Lo que comenzó como una postura arquitectónica —provocadora y contextual— terminó por convertirse en una moral visual: si es simple, es bueno; si es ornamentado, es sospechoso. Desde ahí, el virus se esparció, no solo en Europa, sino por todo el mundo del diseño.

Y ojo: el minimalismo no viajó solo. A lo largo del siglo XX, su estética “pura” y “ordenada” resultó muy conveniente para movimientos totalitarios que glorificaban la geometría perfecta, la homogeneidad y la eliminación de “lo innecesario”. Más tarde, en el siglo XXI, la hegemonía corporativa lo consolidó como el look oficial del capitalismo global. Como escribe Ruben Pater en The Politics of Design:

“La estética minimalista se ha convertido en el uniforme visual del poder: transmite eficiencia, control y neutralidad, incluso cuando nada de eso es real.”

Esa supuesta “neutralidad” es su truco más peligroso. La burocracia la adopta porque ahorra tiempo y esfuerzo; las corporaciones la usan para simular transparencia; y los movimientos conservadores la aprovechan para vender una imagen de pureza visual que esconde complejidad cultural. El resultado es un mundo saturado de interfaces sin alma, marcas clonadas y tipografías que funcionan igual para un banco, una farmacéutica o una aplicación de bienestar.

Claro que el minimalismo tiene su lugar. En la estética japonesa, por ejemplo, la sobriedad y el orden pueden ser herramientas para vivir de manera más consciente y plena. El problema no es el minimalismo en sí, sino cuando se le cargan atributos morales: se le dice “bueno” o “elegante” por defecto, se asocia con eficiencia sin cuestionamiento y se impone como estándar de gusto universal, como si reducir siempre significara mejorar.

A esto súmale el ‘minimalismo millennial’: blanco mate, beige aspiracional, interiores “Pinterest-ready”, “vibras nórdicas”, consumo disfrazado de “elegancia silenciosa” y “old money”. Una estética moldeada por el corporativismo, por la fantasía europea del diseño perfecto y por el rechazo sistemático a lo reutilizado, a lo popular, a lo expresivo. No es casualidad que la Gen Z esté derribando ese molde con saturación, glitch, Y2K, maximalismo digital y una fascinación por lo imperfecto, lo humano y lo hiperpersonal.

Mientras tanto, el diseño expresivo —el opuesto del minimalismo— lleva décadas demostrando que otra narrativa es posible. Ahí está la reciente campaña de Zohran Mamdani en Nueva York: un ejemplo de comunicación visual llena de vida cotidiana, colores saturados, lejos del dogma minimalista y mucho más cercana a la gente. Son ejemplos que no le temen al ruido ni a la emoción. Y mucho menos al contexto. Y, al mismo tiempo, pienso en México: mientras una funcionaria como Sandra Cuevas desprecia activamente la gráfica popular urbana, en Nueva York se abraza con orgullo esa estética imperfecta, callejera, profundamente humana. ¿Será que en México aspiramos a ser quienes no somos, mientras que en los países del primer mundo se anhela la expresividad cálida y auténtica del Sur Global?

el buen diseño no surge de cuántos elementos quitas, sino de por qué los quitas… o por qué decides dejarlos.

La claridad no siempre nace despejando la mesa; muchas veces surge de construir con intención. Minimalismo no es calidad y maximalismo no es caos. Ambos pueden ser brillantes o terribles: la diferencia siempre es la intención.

El diseño no debería aspirar a ser “neutral”, porque la neutralidad casi nunca existe. La neutralidad suele ser simplemente la estética dominante disfrazada de sentido común para evitar ser cuestionada.

Así que la pregunta ya no es si “menos es más”.
La verdadera pregunta es si ese “menos” realmente comunica algo.
Si no lo hace, entonces no es minimalismo: es vacío.

Fuentes confiables

  1. Adolf Loos – Ornamento y delito (1908)
    Ensayo que plantea el rechazo al ornamento y establece la base ideológica del minimalismo moderno.

  2. Ruben Pater – The Politics of Design (2016)
    Análisis crítico sobre cómo el diseño comunica poder, ideología y dominación cultural.

  3. Hal Foster – Design and Crime (2002)
    Crítica profunda al diseño corporativo, la estética “neutral” y el minimalismo como moral visual.

  4. Stefan Sagmeister – Conferencias y charlas públicas
    Especialmente sus reflexiones sobre ornamentación, percepción estética y la historia del diseño.

  5. Beatriz Colomina & Mark Wigley – Are We Human? Notes on an Archaeology of Design (2016)
    Explora cómo el diseño moldea comportamientos, cuerpos, culturas y sistemas de poder.

  6. Ewan Morrison – Artículos en The Guardian
    Discuten la relación entre el minimalismo, la estética neoliberal y la aspiracionalidad consumista.

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